Actos de transgresión.
La ciudad de Quito no ha dejado de expandirse. Los barrios dormitorio del Distrito Metropolitano siguen brotando cada vez más lejos del arrinconado casco urbano. Ante esta realidad, la mayoría de proyectos de vivienda llevados a cabo por estudios de arquitectura de pequeña y mediana escala se realizan precisamente en esta creciente periferia. Generalmente se trata de proyectos de viviendas unifamiliares donde los arquitectos tienen la libertad de producir resultados interesantes experimentando con materiales, sistemas constructivos y una que otra idea creativa. Sin embargo, estos proyectos raramente tienen la responsabilidad de responder al entorno urbano en que se encuentran. Son en esencia pequeñas islas, generalmente rodeadas de áreas verdes, encerradas entre altos muros adornados con cercas eléctricas que hacen evidente su incapacidad para influir en la construcción de la ciudad. Buena arquitectura puertas adentro.
Mientras tanto, en el casco urbano de Quito, son las grandes inmobiliarias las que se han chantado al hombro el trabajo de construir la mayoría de la nueva oferta de vivienda. Al punto que se ha vuelto habitual observar, en varias obras siendo construidas simultáneamente, el mismo llamativo logo. Las dos obras visitadas en este arquitectur, a pesar de su diferencia en escala, destacan en este sentido no solo por ser proyectos de vivienda para la ciudad, sino porque se desarrollan además, en el centro histórico. Un centro histórico que en las últimas décadas ha sufrido tratando de consolidar una oferta de vivienda que complemente sus usos comerciales y turísticos.
La dificultad de la movilización, la inseguridad y las duras normas que rigen cualquier intervención en este patrimonio cultural de la humanidad, han hecho que en el imaginario de la clase media quiteña, habitar el centro histórico no presente el mismo atractivo que sectores como la Carolina, la Floresta o la Gonzales Suarez. Y sin embargo, como veremos a continuación, entre todas las dificultades aparecen también raras oportunidades al alcance de arquitectos -o creadores de espacios- con la voluntad y la paciencia necesaria y con intereses particulares respecto a cómo se puede habitar este espacio de la ciudad.
La primera obra que visitamos, de hecho, pertenece a una familia que tuvo claro su propósito de habitar el centro desde que regresaron de Buenos Aires. Después de buscar y buscar posibles opciones para su nueva casa, el Aquiles, la Betina, el Amaru y la Chicha se decidieron por un edificio esquinero con un almacén de electrodomésticos en planta baja donde, curiosamente, también se venden motos. Para acceder a Un Bosque del Aquiles, entramos por un corredor estrecho y oscuro que remata en unas gradas desgastadas por donde se nos condujo hasta la terraza. Una vez ahí, y con una vista privilegiada del centro histórico, se nos dio la introducción al proyecto, se organizaron los grupos y nos pidieron respetar dos reglas importantes para poder visitarlo: sacarse los zapatos y orinar sentados. Una vez que todo estuvo claro, volvimos a bajar por las gradas hasta una puerta de entrada que deja claro desde el principio, que se está por entrar a un mundo diferente. Al cruzar esa puerta se abrió ante nosotros un gran espacio abierto y bien iluminado donde la crudeza del hormigón y del ladrillo contrasta con la precisión y limpieza del acero y la madera. Queda clara entonces, la intención explicada por el Aquiles de explorar el espacio a través de botar -a martillazos seguramente- todo lo que ahí existía.
Quedaron en pie solo las columnas, los troncos del bosque, que sirven como los apoyos de las vigas de acero que terminan organizando y construyendo el espacio. Este espacio no tiene ni un solo ángulo de 90 grados, el mesón de la cocina, los libreros viga, la tina en la mitad de la sala (o tal vez era el comedor, el espacio de juego o el estudio) los muebles viga, los armarios y los lavabos viga… todo siempre en diagonal. El estricto apego al concepto de bosque se vuelve evidente en el gran espacio neutro, en la completa ausencia de espacios cerrados -y por lo tanto de puertas y paredes-, en el limitado número de materiales usados, en uno de los troncos que quedó en toda la mitad del espacio y, rayando en una especie de obsesión, en la tubería de desagüe del piso de arriba que se puede ver -y oír- desde el cuarto principal. Obsesión que muchos clientes no perdonarían al diseñador, después de la tercera descarga del inodoro en la mitad de la noche.
Este experimento espacial seguramente no se podría haber dado en otro lado que no sea este raro edificio en el centro histórico que pertenece, casi en su totalidad, a una sola familia. Tirar todo lo existente sería solo el inicio de la puesta a prueba de la paciencia de los vecinos. Todos los escombros fueron sacados por las ventanas por donde luego entrarían las grandes planchas de acero con las que se armaron las vigas. Quien ha estado en una obra se podrá imaginar el agudo ruido del armado de las vigas que consistió en cortar, con amoladora, las grandes planchas para luego ser soldadas en sus diferentes formas y tamaños. Vino luego la apropiación del ducto de luz del edificio para convertirlo en patio exterior del departamento. Todas estas acciones tienen cierto grado de transgresión. Transgresión que parece ser necesaria para lograr reemplazar la memoria de lo que alguna vez fue ese departamento, por este nuevo bosque metálico.
Al final del recorrido se llega experimentar una cierta anacronía al salir del bosque hacia las gradas, que descienden hasta el corredor oscuro y que remata finalmente en una de las típicas esquinas del centro histórico. Desde allí nos dirigimos, a pie, cosa rara en los arquitecturs, a la segunda obra.
Durante todo ese recorrido, el Conjunto la Tola de MCM+A visible en la colina del parque Itchimbía, nos marcaba el camino. La imponencia del bloque de hormigón y tejuelo visto desde la calle Oriente contrastaría luego con el estrecho ingreso de la calle Los Ríos por el que accedimos a otro corredor, esta vez bien iluminado, que remata en un acogedor y bien cuidado jardín. Encima del corredor, parecía asomarse un departamento alejado del resto de bloques resuelto como un zaguán. De la explicación que se nos dio en el protegido jardín resaltan dos hechos importantes que influyeron en la adjudicación del proyecto a los arquitectos: el respeto en el diseño del conjunto con las preexistencias del lugar, evidente en la calidad espacial del espacio donde nos encontrábamos; y la valiente decisión de los arquitectos de diseñar el conjunto ocupando solamente el 80% del COS permitido, brindando al proyecto más áreas verdes y más permeabilidad al suelo que el resto de propuestas presentadas en el concurso inicial. Otra acción transgresora, esta vez ante la lógica tradicional de los proyectos de bienes raíces donde el espacio construido es directamente proporcional a la ganancia del inversionista. Luego de los arquitectos, nos habló el promotor del proyecto. Fernando Soto nos contó acerca del concurso de ideas de donde nació el conjunto que veíamos ante nosotros, de los criterios de evaluación para las propuestas, de la -no- factibilidad económica del proyecto y de la socialización del diseño a los vecinos del barrios mediante talleres y actividades como escalada y cine llevadas a cabo en el lote vacío donde hoy se asienta el conjunto.
El recorrido del proyecto fue siempre en subida, el terreno complicado donde se asienta el proyecto seguramente terminó contándoles un par de canas a los arquitectos. Sin embargo, la creativa solución de terrazas y niveles también les permitió ganar dos subsuelos habitables al usar la normativa a su favor. Las llamativas cubiertas inclinadas con terminado de tejuelo también nacieron de moverse entre la normativa que rige el centro. De ahí salió, seguramente, la siguiente decisión de usarlo del mismo modo en el terminado de las fachadas y en la parte inferior de las cubiertas (haciendo necesaria la utilización de dos losetas distintas para poder sostenerlo) que le dan la distintiva apariencia al proyecto. Durante el recorrido pudimos acceder a tres departamentos distintos, en todos ellos, la distribución y el diseño interior terminaron siendo opacados por la imponente vista al centro que se llevó todos los elogios. El recorrido terminó, 45 metros por encima de donde empezó, en la calle Valparaíso con una fachada metálica semitransparente que acoge vegetación y que permite la relación visual con el barrio.
Para terminar, en otra terraza con vista privilegiada, nos reunimos a la ronda de crítica y preguntas. Del proyecto del Aquiles se habló casi como reconociendo que todos los arquitectos ahí presentes, estudiamos por las puras. Al parecer, la sistematización de una idea para ser convertida en espacio de forma clara y metódica, puede ser tranquilamente llevada a cabo por un psicólogo con un par de semestres de estudio en sociología (Y bueno, algunos años de experiencia en varios campos del diseño, además la Betina es arquitecta aunque su rol en el proyecto no quedó del todo claro) En cambio, del proyecto donde nos encontrábamos llamó la atención lo poco se habló del interior del mismo. La calidad espacial, la cantidad de jardines y espacios de reunión en las distintas terrazas, la vista lograda desde cada uno de los departamentos, la personalización de cada departamento respondiendo a los deseos de los clientes sin perder la coherencia del conjunto, el jardín comunal con las edificaciones conservadas y restauradas, el meticuloso acabado de los materiales… todo fue dejado de lado por una preocupación generalizada: la relación del conjunto con el barrio la Tola.
El contraste entre la apertura del lote a los vecinos en la concepción del proyecto frente a la resolución final del mismo, donde los cuidados espacios interiores quedaron disponibles únicamente para quienes pagaron por adquirir uno de los departamentos, sorprendió a más de uno de los presentes. Seguramente en otro tipo de proyecto inmobiliario este tipo de preocupaciones por el impacto social y urbano de un conjunto habitacional no hubieran sido tan debatidas. Sin embargo, el carácter y las preocupaciones urbanas de los promotores del proyecto, el hecho de estar implantado en un barrio tradicional del centro histórico, de que se logra, con acciones que transgreden las lógicas comerciales, tener varios espacios comunales verdes; y sobre todo, la particularidad de invitar a los vecinos a usar ese espacio antes de ser construido, para luego quedar aislados del mismo… dejó la impresión de que el proyecto tuvo desde el inicio el potencial -no concluido- de ser llevado hasta sus más radicales consecuencias.
Como contrapeso en este debate, en todo caso, destacó la participación de una de las residentes del conjunto, que hizo una acotación como recordándonos a todos que la arquitectura no tiene porque ser estática, que no tenemos porqué asumir que la construcción está terminada y que no se la puede modificar en el futuro. Al parecer el proyecto, por sus características logísticas y espaciales, ha logrado crear una incipiente comunidad entre sus residentes. Quedó abierta la posibilidad de que sean ellos quienes, esta vez, boten a martillazos el polémico muro que separa el proyecto de la icónica escalinata a la Valparaíso.
Finalmente se habló también de gentrificación, la preocupación de que el barrio la Tola se convierta en La Floresta. En este caso, no obstante, las conclusiones no fueron claras. Cabe destacar que ambos proyectos son exitosos (guardando la distancia de escala) en su más básica condición de ser islas de vivienda en un centro histórico que claramente la necesita. Vivienda de calidad además, lograda con acciones transgresoras que desafían normas, tradiciones y lógicas comerciales. Quedó clavada la espinita de que esas misma transgresión podía -y puede y seguramente debe- ser utilizada y replicada hacia afuera, compartiendo la buena arquitectura que se hace puertas adentro, al resto de la ciudad.
Jose de la Torre