En 1977, Ernesto Sábato dio una entrevista brillante en el programa de televisión española “A fondo” que recogía conversaciones con los más prominentes escritores del siglo pasado. Entre varios comentarios potentes (como decir que los astrónomos son neuróticos irremediables o como decir que hacer revolución en Latinoamérica desde Europa es una tontería) Sábato toca un tema curiosamente relacionado al libro que presenta Al Borde. Tiene el mismo sabor a esperanza.
El escritor sostiene que la mitificación de la ciencia sucedida a lo largo del siglo XX ha reducido al hombre a un engranaje, un hombre cosificado, alienado de su propia naturaleza. Y esto sucede en las dos posiciones antagonistas de la época, tanto en el supercolectivismo del flanco ruso como en el supercapitalismo de los Estados Unidos; el hombre ha sacrificado su integridad para formar parte de una maquinaria más grande que precisa de seres incompletos.
Sábato sugiere que la solución está en lo que llama comunitarismo. La comunidad como patria a la escala del hombre, donde se garantiza la integración de lo mental y lo manual, lo racional y lo irracional. La comunidad como garantía del hombre íntegro, “el hombre de nombre y apellido que padece las tribulaciones de su comunidad”. Es interesante cómo esta última frase, aparentemente trivial, esconde una verdad terrible y sigilosa que perdura, desde hace mucho, en nosotros. No vivimos en comunidad no solo porque no somos íntegros, sino porque somos frontalmente indolentes. Es el precio que pagamos por vivir en grandes ciudades, en pequeñas cajas de concreto, siempre con ruido, siempre con prisa: el anonimato, la no-pertenencia.
Creo que el libro de las “Las Tres Esperanzas” es de algún modo una arremetida inconsciente (por alguna razón, a Al Borde no le gusta o no sabe muy bien cómo definir lo que hace. Y esto le viene bien al libro) contra esta indolencia y desintegración. Y no lo digo solamente en la dimensión del libro, sino del proyecto mismo. Un trabajo de más de diez años, construido en la marcha y con decenas de personas de toda índole involucradas. Yo mismo fui a cortar, transportar y clavar latillas[1] sin tener la menor idea de qué cosa son. Y es que cualquiera que haya tenido al menos un pequeño acercamiento al proyecto de Las Tres Esperanzas se enfrentó a la dinámica chocante de trabajar en comunidad: la incomodidad de sentirse abiertamente inútil y muchas veces torpe (¿cuántos de ustedes, queridos lectores, saben hacer café en horno manaba[2]en menos de treinta minutos?) a la dificultad de llegar a acuerdos, a la predisposición necesarísima de aceptar los defectos propios, las fortalezas del otro (aunque esto signifique aceptar que un niño de 8 años maneja mejor algunas herramientas que un arquitecto graduado) para un bien común. Es un trabajo dificil y sospechosamente ineficiente, pero volveremos a esto más adelante.
El libro funciona del mismo modo que el proyecto, es un conjunto de fortalezas sumadas para compensar las debilidades. Una carta honesta y directa del profe Felipe, la mirada atenta del Jose que educa desde una trinchera que no le convence demasiado, la visión aguda de un académico que devela el papel oculto del neoliberalismo en el oficio del arquitecto, la crítica necesaria del papel de la mujer en una comunidad que corre el riesgo de romantizarse como ideal, el despiece obsesivo de una arquitectura que no nació del papel, la reivindicación de la artesanía y sus defectos, la fotografía como testigo de un proceso sinuoso. Todos aportes sensibles, diversos, heterogéneos. Tal como fueron Las Tres Esperanzas.
Naturalmente, el lector se puede preguntar con justicia ¿para qué despiezar en dibujos una serie de edificios que ya están hechos y que además se construyen en la marcha? ¿para qué hablar de educación en un librito que involucra a una escuela minúscula en la costa del Ecuador? ¿para qué entender el rol de la mujer en una comunidad de unas pocas familias? El problema no son las preguntas, sino el utilitarismo escondido en el para qué, que mide el valor de algo estrictamente en términos de ganancia. Capitalismo rancio: ¿es eficiente? ¿es pagable? ¿hay ganancia?
Eficiencia, eficiencia, eficiencia. El mismo Sábato responde al para qué en una conversación que sucede más o menos así:
- Señor Sábato, Los Kibbutz en Israel son un gran ejemplo del comunitarismo que defiende. Sin embargo ¿sabía usted que los zapatos que fabrican cuestan 4 veces más de lo que cuestan fuera?
- ¿Y a usted quién le dijo que los zapatos de los Kibbutz debían ser más baratos? Los Kibbutz no sirven para hacer zapatos más baratos, sirven para hacer mejores hombres.
Es muy probable que proyectos como este no sean eficientes, no sirvan para hacer gran cantidad de dinero y sean difíciles de pensar y ejecutar. Pero si estoy seguro de que sirven para hacernos mejores arquitectos y seres humanos.
[1] Si quiere saber qué es una latilla, le recomiendo llevar el librito.
[2] También en el librito, Marie Combette nos regala un dibujo a detalle un horno manaba. Aunque ella se imagina haciendo un gâteau en lugar de café.